Confundir éxito con calidad es una de las características -recuerda Gabriel Zaid- de la conversión del arte y la literatura en mercancía. El fenómeno fue característico del Siglo XIX cuando, bajo las nuevas condiciones impuestas por el capitalismo, la cultura se hace mercancía, y se imponen para ello una serie de medidas de tipo estético cuya finalidad principal radica en la necesidad de distraer al público burgués. La aparición autónoma de los llamados géneros literarios tiene aquí un punto de arranque en el folletín, en la comedia de enredos. Y aquí tiene un punto de partida lo que hoy seguimos llamando el género del bestseller. Todavía importantes publicaciones como Times y New York Book Revieu, los diferencian de la literatura seria en su lista de clasificados.
Autores como Carlos Arniches bordearon la frontera entre la mera entretención y el género de altura y autores que comenzaron escribiendo una obra rigurosa como Alfonso Grosso cayeron en las recetas editoriales y terminaron escribiendo novelas de intriga internacional en escenarios del alto mundo con resultados deplorables. ¿Quién recuerda hoy a Alberto Insúa, el cubano autor de novelas de un clamoroso éxito editorial como El Negro que Tenía el Alma Blanca? Hay premios de novela como el Primavera que llevan inscrita ya la receta de lo comercial como exigencia. No hablemos del premio Planeta. Si uno analiza la diferencia abismal de algunos títulos premiados bajo estos parámetros y el resto de la obra de ciertos ganadores logra entender lo que, a nivel de escritura, esta imposición del marketing supone. Me refiero a un narrador como Manuel de Lope.
Lo que ha habido en estos años es un intento silencioso de tratar de borrar las diferencias entre estos subproductos y la verdadera literatura en la medida en que el público que hoy consume estos géneros tiene un origen social diferente, y en que los gustos de las nuevas clases medias son más cosmopolitas y aspiran a legitimar personajes y escenarios incorporados por las llamadas revistas del corazón. De la diferencia arrogante dictada por las clases sociales hace cincuenta años se ha pasado a las diferencias dictadas por lo que Bordieu llama "el toque de distinción", propio de unas economías neoliberales, del blanqueo de dinero y de las nuevas formas de criminalización, corrupción, etc.
Igualmente la banalización de los medios de información ha seguido su avasallante proceso, de manera que tanto la televisión como la prensa han pasado a formar parte fundamental del fenómeno del marketing estableciendo una escala de falsos valores, convirtiendo el ejercicio de la crítica en algo tan superfluo como la mercancía que pregonan.
A ojos vistos hemos observado estos fenómenos en la escena literaria española, ya que dependemos de este mundo editorial que es quien dicta e impone su corriente de gustos discriminados por el marketing: la narrativa on the road, la narrativa policíaca, el erotismo, y ahora los testimonios sobre la guerra civil y el problema de los judíos. Temas a desarrollar, a novelar y no retos de escritura. Hace algunos meses, Juan Goytisolo ha denunciado con vehemencia este estado de cosas: "la amenaza más grave que hoy pesa sobre el escritor y el futuro mismo de la literatura es su gran rendición sin combates a los halagos del poder mediático y a las crudas leyes de la compraventa: el tanto vendes tanto vales que levanta hasta los cuernos de la luna a los fabricantes de bestsellers y margina a quienes escriben sin anhelo de recompensa y permanecen fieles a la ética del lenguaje" (El País, enero 24, 2001).
Cuando hace unos diez años denunciaba yo este proceso degradante en la misma España la respuesta de mis viejos compañeros consistió en el clásico golpecito en la espalda y en ese "vamos que estás un poco salido de quicio", propio de quien no ha disfrutado de estos halagos. Pero como en todo proceso, éste ha llegado a un extremo tan alarmante que el reclamo de Goytisolo es justo y a tiempo trata de llamar la atención sobre un hecho que va más allá de la simple literatura pues cobija el estado general de un país y de unos grupos de dominio. Una sociedad -nos recordaba Karl Krauss- comienza a degradarse cuando comienza a degradarse el lenguaje. Esa ética del lenguaje a que Goytisolo se refiere no es otra que la preservación de las palabras de aquello que trata de instrumentarlas, de someterlas a sus fines. Y si Krauss debió enfrentar al naciente nazismo y a la degradación a que éste sometió el lenguaje, hoy en la sociedad neoliberal estas formas de manipulación del poder respecto a la palabra se han hecho más sofisticadas.
Y de hecho nos recuerdan que el escritor está enfrentando a lo que ese poder mutable le exige y le impone. Precisamente en La conciencia de las palabras, Elias Canetti nos recuerda: "Al fin de cuentas, todos nosotros, los seres humanos, estamos implicados en el fenómeno del poder, y una parte importantísima de la investigación de este poder debería dedicarse a esclarecer porqué lo obedecemos" (México: F. de C.E., Brevarios, pp 55). El espejismo de la gloria, el canto de sirena del reconocimiento publicitario han llenado de cadáveres la escena literaria de todos los países, pero el amor al poder -y no es necesario traer a cuento a nadie ya que son obvios- ha envilecido a muchos escritores que han confundido la grandeza de Voltaire, con su patético arribismo.
Alguien hace años con agudeza llamó solapados a esos redactores de notas que se basan para sus "notas críticas" en lo que rezan las carátulas. Y hubo una referencia a esa seudoliteratura aparecida a partir de la publicidad con que se acompaña la periódica salida de novelas: "Novela definitiva en el final de siglo...", "Suprema habilidad narrativa que desde Faulkner había desaparecido..", etc. Hoy circulan en España revistas literarias que han copiado el modelo de la revista de chismes sociales Hola y describen la vida literaria desde esos mismos frívolos parámetros. "Parece que por fin Juanito Crucerías ha empezado a escribir una novela sobre su infancia". Convirtiendo el quehacer literario en motivo de frivolidad pero a la vez incautamente poniendo al descubierto la manera como se manipulan a placer los distintos premios literarios, cómo por anticipado se encarga una novela a determinado escritor asegurándole que obtendrá tal o cual importante premio. Es en este punto donde la pregunta sobre la situación de la verdadera literatura se hace más que lógica en medio de situaciones que han sobrepasado la simple picaresca para responder a manipulaciones ideológicas de grandes grupos económicos que la utilizan para disfrazar sus desafueros.
Porque es un hecho que así como esos poderes crean figuras de ocasión en la política para defender sus intereses, de este mismo modo crean figuras literarias e incluso intelectuales para que muestren ante la opinión pública que esos grupos "siguen creyendo en la democracia", en la "libertad de opinión", etc. No necesito decir nombres porque son de sobra conocidos. De hecho la situación del escritor, del intelectual no se da hoy respecto al poder de la ideología de un Estado, de un gobierno, sino ante los nuevos poderes económicos que gobiernan las naciones. Porque hay una distancia considerable entre el dinero de Fundaciones como la Fulbrigth y la Gugenheim comprometidas con las verdaderas búsquedas, con la verdadera investigación, con la afirmación de un pensamiento democrático sobre todo en Fulbrigth y las bromas supuestamente estéticas de un grupo económico como Benetton, cuyas imágenes de "solidaridad racial" son tan vacías que no superan el cliché de lo publicitario. Pero está de por medio el poder y está de frente la pregunta de por qué le obedecemos. Si la conocida revista de modas Marie Claire tiene un concurso de mejor novela del año, la escogencia sería, entonces, bajo los parámetros que esa finesse sugiere, que esa estética supone y nosotros sabemos que Marie Claire no premiaría jamás a un Claude Simón o a un Louis Ferdinand Celine.
En países como Colombia el marketing prolonga una detestable discriminación hacia aquel o aquellos que están por fuera de los grupos de elegidos. Y de nuevo los excluidos son aquellos llamados provincianos, populares, en fin, aquellos escritores que carecen de los modales propios y necesarios para vivir en "la alta cultura", para hacer parte del grupo manipulador que crea las categorías "críticas" para definir sus libros y manipular los medios de comunicación. Pero igualmente sabemos que "el toque de distinción" de publicaciones como Soho, El Malpensante, Fucsia, responde a una estética de exclusión, de finesse que se mantiene gracias a una situación económica como la que vivimos pero que no alcanza a conmover sino a cierta clase media que sueña con la estética de la pasarela, con ciertos bares bogotanos y nada más; porque la clamorosa realidad colombiana a nivel de calle, de barrio, de provincia es tan apabullante, ha entrado de lleno en la globalidad, que esa "estética", que la manifestación cultural de esos poderes, se hacen patéticamente desconsoladores, curiosamente más provincianos que la provincia que supuestamente creyeron superar.
Ahora bien, este fenómeno amparado por estos poderes y fundamentado como política editorial por las grandes editoriales españolas se repite en cada país de Latinoamérica donde las ediciones son locales y sólo en contadísimas ocasiones logra una circulación continental o llegan al mercado español presentándose así un grave problema de insularidad denunciado en su momento por el novelista venezolano Adriano González León. Descubrimos así el momento en que la periferia adquiere históricamente una connotación fundamental -"hay que luchar contra el centro" ha dicho Lyotard-, el marketing español se erige en centro único que absorbe la multiplicidad de miradas, la pluralidad de costumbres y actitudes latinoamericanas, para imponer las exigencias de su mercado. ¿Qué pasa con Guimaraes, con Osman Lyns, con Rubem Fonseca? A más de un novelista latinoamericano se le ha exigido escribir en un lenguaje neutro, supuestamente universal, a un novelista colombiano le pidieron que cambiara el argot colombiano por el caló madrileño. La ingenuidad de confundir un lenguaje universal con un lenguaje comercial al uso de los nuevos filisteos no es tan ingenuo como parece en momentos en que la ética del lenguaje trata de que la globalización neoliberal, ese acercamiento mundial de mercados borre de ésta el eco vivo de las tradiciones, las imágenes inalienables de una memoria común.
Los mecanismos de la distracción de estos poderes nada tienen que ver con la imaginación que propone realidades alternas -piénsese aquí en los cientos de García Márquez y en los cientos de gratuitos realismos mágicos-, ni con el suelo silencioso del mito escondido en la jungla de la modernidad. Como he dicho, lo que ha cambiado respecto al siglo XIX, y el burgués de este comienzo de siglo es ilustrador al respecto pues en este último la noción de patria, de buenas costumbres, de rígida moral -bastiones de aquella sociedad- ha desaparecido como señala Alan Finkielkraut, y la irresponsabilidad, el aventurerismo se toman hoy como virtudes a pregonar en este nuevo protagonista de la globalidad. El sistema de objetos, la casa como tarjeta de presentación de un poder económico, han desaparecido y lo que cuenta ahora por parte de estos grupos de elegidos es la estética de la desaparición y el nomadismo. Es la distancia moral entre el señor Homais y el delirante protagonista de American Psycho
Los mecanismos de la distracción se han cambiado y si en el Siglo XIX era claro el hecho de la aparición de subgéneros literarios, hoy estos mecanismos tratan de decirnos que un subgénero es tan importante como un género, o sea que una mala novela de Ellroy, de Donald Westackle, es tan valiosa literariamente como una novela de Henry James o de Musil. El sofisma hábilmente llevado por una seudocrítica trata de decirnos que en esta peculiar modernidad latinoamericana es tan importante literariamente la obra de Isabel Allende, de Marcela Serrano, de Laura Esquivel como la de Manuel Mújica, Guimaraes Rosa, Julio Cortázar. El mercado hace ambigüo el problema y crea ante el despistado lector una confusión de la cual por supuesto no saldrá indemne. ¿Cuantas novelas de esta estética comienzan por un asesinato? ¿Cuantas de ellas acuden socorridamente a los parámetros de lo policiaco?
Pero lo policiaco en Wilkie Collins o en el autor de Sherlok Holmes responde a la conjetura característica de una moderna sociedad capitalista enunciada por Balzac al decir que en el comienzo de toda gran fortuna siempre hay un crimen. La inducción y la deducción sirven metodológicamente para descorrer los velos de una sociedad corrompida, de unos protagonistas capaces de llegar al crimen con tal de no perder su estatus social de privilegiados. Cuando desaparecen la indagación y la conjetura no desvela los escondidos secretos de una sociedad, cuando no está presente esa pregunta que modifica una conducta y lo conduce al enfrentamiento consigo mismo, lo que aparece para sustituir a Hammet y a Chandler es entonces un género al uso -las novelas de Ray Loriga-, una temática espúrea que responde a los dictados del divertimento pero no a las exigencias de una escritura. Si Poe concede al suspenso una dimensión metafísica -que Hitscock aclara genialmente- en el tipo de novela policiaca de consumo este suspenso es igualmente un recurso manido.
Pero el auge de un género a través de este concepto del marketing conduce finalmente a una anulación de sentido por saturación. Y me explico: la comprobación de que algunas novelas premiadas en importantes concursos en España eran burdas copias de algunos autores extranjeros ha llevado a que se acuda al argumento de que la originalidad no existe y que la inserción de capítulos, párrafos de otra novela debe tomarse como una legítima contextualidad, o sea como un válido recurso estético. El sofisma trata, entonces, de decirnos que estas estafas cometidas por inocentes personajes fue consciente y es tan válido como en aquellos que han recurrido a la contextualización desde Sterne, Bieli, James. Joyce, etc.
Esto desde luego es una falacia en la medida en que los resultados obviamente no son los mismos ya que no es lo mismo la truhanería de quien quiere figurar a toda costa en el mundo literario por la puerta del éxito, y la necesidad de incorporar un texto ajeno para dar mayor relevancia a un contenido tal como sucede con el verdadero escritor. Como ha recordado a raíz de este escándalo una conocida periodista española, la utilización de negros literarios es algo conocido en el ambiente y a este ardid recurren personajes de la vida pública, social, a quienes el marketing devorador les exige una novela que el derrotado escritor a sueldo escribirá recurriendo para ello a las más inesperadas trapisondas. Y si el exministro quiere aparecer como -naturalmente- un hombre refiné, pues ahí va una mezcla de Proust, con Alberto Moravia, y si la mujer de marras quiere aparecer como una nueva versión de Manón de Lescaut en los escenarios de la costa brava y la movida cosmopolita, ahí está a la mano una mezcla de La Marqueza de O con Almudena Grandes. Métase todo esto a la coctelera, agítese por varios minutos y el resultado es este destemplado y hortera escenario que ha espantado a Juan Goytisolo.
Porque no hay que olvidar que al referirnos a un mercado tenemos que poner la atención necesaria para no perder de vista a ese público que le da fundamento económico al mercado. La juventud ha muerto, podemos constatarlo, o mejor, ha desaparecido ya que aquellos valores que la legitimaron como un estadio de la vida marcado por la pasión de la verdad, por el amor a la libertad, por la capacidad de renuncia, han desaparecido en la saturación del mercado que la convirtió en una marca de bluejean, en un cuerpo clonado, en un balbuceo que no llega a definirse como habla y, finalmente, en una clara y manifiesta irresponsabilidad frente a la tradición. Las entrevistas a los jóvenes escritores nacionales e internacionales que pertenecen al grupo de elegidos del marketing, curiosamente, se caracterizan por lo mismo: el hablar de su pasión por la pesca, por los viajes, del grupo social al que pertenecen, de su vida mundana. Durante una hora que dura el reportaje con Bret Easton Ellis, el autor de American Psycho nunca habla de la literatura, de los escritores de los cuales parte.
Uno piensa que si de verdad hubiera profundizado en la obra de Scott Fitzgerald se habría dado cuenta de que la literatura no consiste en la enumeración de marquillas de moda, de marcas de vino y whisky, de la descripción de las discotecas de moda sino de las causas profundas que conducen al crimen en esta sociedad devorada por el consumismo. Ese ir más allá de una mera descripción suponía dar dimensión a unos porqués, a la indagatoria que toda la vida abocada a lo peor supone en medio de una falsa realidad que le ha negado el derecho a los sueños iniciales. Esta literatura acude a lo inmediato para eludir la responsabilidad de hacernos entender que hasta en la peor abyección hay todavía un eco moral. Del Julián Sorel de Sthendal al Gatzby el problema del protagonista enfrentado al espejismo social dimensiona la dolorosa huella de una insatisfacción ante sí mismo que no se resolverá nunca y que derivará en ese borde existencial donde el espejo no refleja un rostro sino que señala una esencia de ser, esa significación sin significado que solamente se podrá resolver en el espacio de una nueva palabra capaz de superar estas aporías de vida. Como señala Blanchot: escribir es producir la ausencia de obra (El Desobramiento, Le désoeuvrement). Más aún: escribir es la ausencia de obra tal como se produce a través de la obra y atravesándola.
Porque esta narrativa de consumo acude a lo inmediato, repito, deshaciéndose así de lo que implica una pregunta, eludiendo el lugar de la verdadera historia, lugar donde adquiere dimensión el conflicto, para colocar a cambio una escenografía muerta, cosas, marquillas, anuncios de neón, perfumes sin referencia sentimental, cuerpos desodorizados. Ya que el lector que simplemente consume se sentiría fastidiado ante una literatura que le formula preguntas ya que la anomia social que crea el marketing busca borrar cualquier escrúpulo de conciencia en un sujeto que ha abdicado de su individualidad, para convertirse en una cosa más. ¿Y no es esto lo que buscan las nuevas estrategias de la distracción? Tenemos de este modo inspectores de policía que indagan en ciudades de papier maché, amantes que describen minuciosamente sus posiciones sexuales pero carecen de voz y destino. ¿Podría brotar de esta insubstancialidad una escritura?
Desaparecidos los símbolos, vaciado de contenidos los sagrado, no hay recuerdo, no hay imágenes que se incorporan a nuestros imaginarios, que es el papel de la verdadera lectura y la función secreta de un texto. La lectura de estos seudotextos conlleva el inmediato olvido de aquello que se lee. Por eso es que nos referimos a una literatura de consumo.
Si hablábamos entonces de una seudoliteratura de las tapas en los libros, es porque el producto que se vende obedece a las razones del mercado y al hacerlo sólo puede plantearse ante el lector desde los parámetros de la publicidad, ya que hacerlo desde la crítica sería descubrir su simulacro en tanto que la crítica implica reflexión, distancia establecida para remitirse a un juicio valorativo. El falso valor de la publicidad nos da un fantasma que supuestamente escribe y una literatura que al carecer de trasfondo se evapora inmediatamente. Si el antiguo editor ha sido suplantado por el jefe de ventas, éste buscará entonces que el producto a ofrecer responda a los parámetros del gusto establecido, responda a los cambiantes intereses de lectura de un público que solamente busca divertimento. En aquel iluminado texto de Horkheimer y Adorno, La dialéctica del iluminismo (Buenos Aires: Sur, 1969, ppl 74), con absoluta clarividencia anunciaban este proceso: "divertirse significa estar de acuerdo", "en la base de la diversión está la impotencia".
En la última década la manipulación del Kitsch literario se hace más sutil y se revierte ya no sólo de la necesaria finesse, sino que incorpora elementos de una aparente rebeldía sexual como ese escandalé de succés que es el improperio de Fernando Vallejo contra su madre, en su última obra. La técnica de un realismo provenía ya de series de televisión como Peyton Place o como La clase de Beverlly Hills donde el escándalo sexual, el aparente atrevimiento de incorporar homosexuales y lesbianas se toma como una manera de normalizar unas conductas perseguidas cuando en realidad la estética de la evasión se encarga de decirnos finalmente que lo importante es volver al sistema. El escándalo es momentáneo y busca crear con su impacto una resonancia en el mercado, pero como no hay una escritura que indague, que se atreva a bucear en las conciencias todo volverá a donde estaba antes.
Frederic Jameson se pregunta ante estos supuestos estéticos que pregonan la desaparición del concepto de individuo, de sujeto, y con ello la de una escritura personal que es tan inconfundible como las huellas digitales, si ya escribir tiene algún significado: "lo que tenemos que retener de todo esto -dice- es un dilema estético, porque si la experiencia y la ideología del yo único, que informaron el modernismo clásico, están acabadas, ya no es claro que se supone qué hacen los artistas y escritores del período actual. Por otro lado, estos escritores y artistas, no pueden ya inventar nuevos estilos y mundos: ya se han inventado, solo es posible una cantidad limitada de combinaciones. De allí una vez más el pastiche: en un mundo en el que la innovación estilística ya no es posible, todo lo que queda es imitar estéticamente, hablar con las voces de los estilos del museo imaginario. (El giro cultural, Buenos Aires: Manantial, 1999).
Jameson identifica el efecto marketing con lo que hemos conocido como la estética del posmodernismo. ¿O tenemos hoy que señalar que lo que filosóficamente se tomó como un argumento para superar la modernidad, era un argumento fijado por el comercio? Por eso Jameson se refiere al pastiche como una parodia vacía, una parodia que ha perdido su sentido del humor. En Pastiches et melanges Proust hizo la parodia del estilo solemne, alambicado para desnudar las falacias de un estilo totalitario; esto mismo hicieron en repetidas ocasiones Cortázar y el mismo Borges. Pero los pastiches que crea el marketing carecen de este alcance desmistificador, desconocen el papel revulsivo del humor porque han convertido en caricatura -que es la acepción que Herman Brocht le da al Kitsch-, el oficio, esa especie de azarosa y atormentada práctica de buscarse que no puede confundirse con la habilidad para armar estratégicamente el proceso de una historia: no son lo mismo los Dumas y su visión en la trama histórica, de sus personajes viviendo unos códigos que los define que los hábiles remakes de Pérez Reverte, no es lo mismo un adulterio en Flaubert que en Scott Towreau, no es lo mismo la progresión dramática en una narración como Los misterios de París, que el hueco suspense de una historia de Jhon Grishan.
¿Pero, ha incomodado en algo a la literatura norteamericana la hoy olvidada autora de El Valle de las Muñecas? Desde luego que no, porque lo que ella y sus sucesores han venido produciendo es literatura basura y este subgénero se ha mantenido en su compartimento estanco. Otra cosa es cuando esta basura, repito, trata de erigirse gracias al marketing en un paradigma a seguir por los escritores que han tratado de crear una escritura respondiendo en ello a una exigencia interior y se encuentran de repente con el imperturbable muro del mercado imponiéndoles sus recetas. Y otra cosa es cuando en la vida de un país los manipuladores del marketing llegan a tener tal poder de corrupción que se convierten, como señala Goytisolo, en un atentado contra la literatura y contra la dignidad del escritor, contra la misión de la cultura.
Aquí se hace imprescindible denunciar estos mecanismos y alertar al lector sobre los alcances de esta mistificación. ¿Sería posible el lanzamiento multitudinario de las extraordinarias novelas de Maurice Blanchot, de George Bataille, de Louis -René des Forets? Mercancía no es Onetti, ni podrá serlo Guimaraes Rosa, ni lo será Felisberto Hernández, ni María Luisa Bombal, ni José Balzac. La fuerza de la escritura afirmando su derecho a explorar lo que no está escrito, desafiando la tentación de lo convencional, certificando el espacio de temporalidades que ya no corresponden a capítulos, prolegómenos, etc., sino al devenir -frente a la tecnología, las nuevas formas de violencia- de una conciencia, recupera la noción de lo que significa escribir en medio de un universo cambiante ante el cual se deberá fijar lo impredecedero, lo que no puede ser fungible.
A lo largo de muchos años he citado una frase de Hauser respecto al arte pero que igualmente se puede aplicar a la literatura: "para aquel que tiene preguntas, perplejidades, el arte tiene respuestas, pero para aquel que es sordo el arte es sordo". Lo ético está enmarcado en lo estético, inseparablemente, y hay una luz que nos derriba del caballo y ya no nos permite seguir siendo los mismos.
Mallarmé lo vivió situándose en la discreción que permite no perder de vista la magnitud de los problemas, Joyce jamás desfalleció en su tarea de buscar las otras resonancias perdidas u ocultas de las palabras. Esto de pronto suena a moralina cuando debe ser lo contrario. ¿No es cada vez más compleja e incisiva la novela de Saul Bellow, de Claude Simón, de Le Clézio, de Jhon Updike, de Phillip Roth, de Don De Lillo, de Hugo Claus, de Harry Mulisch? Espléndidas novelas de una escritura madura que no ha cesado en su aguda y certera introspección sobre los nuevos poderes, sobre los nuevos escenarios de los sentimientos, sobre los nuevos términos de la soledad.
Cada novela de Russell Banks nos sobrecoge por su capacidad de adentrarse en los espacios del dolor humano y nos deslumbra la maestría inigualable de Corman MacCormick en su maravillosa trilogía sobre la zona fronteriza entre Estados Unidos y México, saga de una tierra sin geografía, de unos personajes fuera de las taxonomías del psicoanálisis. ¿No estamos mudos de asombro y admiración ante la obra del "recién descubierto" Sándor Marai? Escritores aparte en la obsesiva paciencia que conlleva la verdadera escritura, en la sonora soledad que supone el tratar de escuchar las verdaderas voces que no son ecos vacíos y para los cuales la palabra implica una ética.
Con su característico sarcasmo, Giovanni Sartori diferencia entre el homo sapiens y lo que él llama el homo insipiens: "El homo insipiens (necio y, simétricamente, ignorante) siempre ha existido y siempre ha sido numeroso. Pero hasta la llegada de los instrumentos de comunicación de masas "los grandes números" estaban dispersos, y por ello mismo eran muy irrelevantes. Por el contrario, las comunicaciones de masas crean un mundo movible en el que "los dispersos" se encuentran y se pueden "reunir" y de este modo hacer masa y adquirir fuerza". (Homo Videns, la sociedad teledirigida, Madrid: Taurus, 2000"). Mucho más explícito, Baudrillard llama a esto cretinización, sólo que aquí el cretino ha buscado ser protagonista, mostrándose como un ser culto y hasta refinado. ¿A quién si no se dirige el mercado? ¿Por quién si no por ellos los métodos de divertimento se renuevan cada día y se hacen más sofisticados? ¿No supone el mercado la desaparición del hombre moral, de aquel ser humano capaz de tomas de decisiones por sí mismo?
Por eso, como Hamlet, debemos preguntarnos: ¿publicar o no publicar? He ahí el dilema.